30/5/20

El pez que se muerde la cola o el cuento de todos los veranos

El odio hacia el propio cuerpo es la maldad más pura y fuerte, el veneno más insaciable con el que nos ahoga el cisheteropatriarcado.

La mínima curvatura indebida,
la mínima rectitud equivocada,
la mínima marca que sea visible…

Los criterios son absurdos,
pero más lo es nuestro miedo.

¿Ser capaz de vestirme como quería? A los 23 sin enseñar ni un poco de tripa, ya con top ceñido tras los 24.

¿Ser capaz de mirarme al espejo? Desde los 25 durante casi 5 minutos estando completamente desnuda.

Y siempre la misma consigna metida:
no tengo el cuerpo que debería tener,
no tengo el cuerpo que debería tener;
es decir, mi cuerpo es erróneo,
mi cuerpo está mal,
mis pechos no se parecen a los de nadie,
mi tripa no se parece a la de nadie,
mis muslos estriados y peludos,
mi espalda arqueada y mi cuello picudo
no se parecen a las de nadie;
mi cara es demasiado grande,
mi cara es demasiado grasienta,
mi cara es demasiado.
Mi cuerpo es demasiado.

Y si mi cuerpo es demasiado,
significa que yo soy insuficiente.
Y si yo soy insuficiente,
mi mirada, más sesgada.

Pero la consigna siempre ahí, inmóvil. Carcomiéndome el cerebro, pudriéndome la sangre, paralizándome los músculos.

No tengo el cuerpo que debería tener,
no tengo el cuerpo que debería tener.

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