La cara oculta de la luna desde siempre había sido nido, hogar y refugio; condenada toda la eternidad a vivir a la sombra de las luces. Ella era la espalda del espejo, el efímero reflejo en ese lago bajo la lluvia, el indefinido color que impregna todas las ropas blancas. A sus hombros, el peso que la hacía aún más diminuta, que aquellxs que la salvaban eran lxs mismxs que la hundían.
Y ella andaba torpe, como si siempre lo hiciera por vez primera, y se peinaba torpe y hablaba torpe y trataba torpe y corría torpe y se escondía torpe y miraba torpe y su inteligencia era torpe. Y fea. La polilla era fea y asquerosa. La polilla que se alimentaba de luz y que vivía en las sombras. Invisible, torpe y fea.
Y que así es como se hundía.
Así es como moría la polilla.
Y que así es como se hunde.
Así es como muere la polilla,
día tras día, porque la luz es su complemento, su calor y su sustento;
porque la luz es su veneno, su asfixia y su eclipsamiento.